Las cruzadas

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Las Cruzadas
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Lo digo a los presentes. Ordeno que se les diga a los ausentes. Cristo lo manda. A todos los que allá vayan y pierdan la vida, ya sea en el camino o en el mar, ya en la lucha contra los paganos, se les concederá el perdón inmediato de sus pecados. Esto lo concedo a todos los que han de marchar, en virtud del gran don que Dios me ha dado.

Urbano II
De todos los altos ideales que cautivaron el espíritu de la época, ninguno tan arrollador, tan dramático, ni tan contradictorio, como el de las cruzadas. Por espacio de varios siglos la Europa occidental derramó su fervor y su sangre en una serie de expediciones cuyos resultados fueron, en los mejores casos, efímeros; y en los peores, trágicos. Lo que se esperaba era derrotar a los musulmanes que amenazaban a Constantinopla, salvar el Imperio de Oriente, unir de nuevo la cristiandad, reconquistar la Tierra Santa, y en todo ello ganar el cielo. Si este último propósito se logró o no, toca al Juez Supremo decidirlo. Todos los demás se alcanzaron en una u otra medida. Pero ninguno de estos logros fue permanente. Los musulmanes, derrotados al principio por estar divididos entre sí, a la postre se unieron y echaron a los cruzados.
Constantinopla, y la sombra de su Imperio, pudieron continuar existiendo hasta el siglo XV, pero a la larga cayeron ante el ímpetu de los turcos otomanos. Las iglesias latina y griega se unieron brevemente por la fuerza a raíz de la Cuarta Cruzada; pero el verdadero resultado de esa unidad forzada fue que el odio de los griegos hacia los latinos se acrecentó. La Tierra Santa estuvo en posesión de los cristianos alrededor de un siglo, y volvió a caer en manos de los musulmanes.

Trasfondo de las cruzadas: las peregrinaciones
Desde el siglo IV, las peregrinaciones a Tierra Santa se habían hecho cada vez más populares. En fecha anterior se estableció la costumbre visitar las tumbas de los mártires en el aniversario de su muerte. Ahora que el Imperio era cristiano, se hacía posible emprender peregrinaciones más largas, a Tierra Santa o a Roma, donde descansaban los restos mortales de San Pedro y San Pablo. La madre de Constantino, Elena, creyó haber descubierto en Jerusalén los restos de la “vera cruz”. Ese descubrimiento, y las basílicas que ella y varios emperadores hicieron construir, aumentaron la fascinación de la Tierra Santa para los cristianos. Al mismo tiempo, varios de los “gigantes” a quienes dedicamos nuestra Sección Segunda atacaron las peregrinaciones, diciendo que se trataba de una superstición, y que en todo caso había más mérito en quedarse en casa y hacer el bien que en marchar a algún lugar lejano por motivos religiosos.
A pesar de esa oposición, durante la “era de las tinieblas” las peregrinaciones se hicieron cada vez más populares. Pronto se les consideró una forma de penitencia adecuada para ciertos pecados. En algunos documentos del siglo VII, las vemos incluidas entre las penitencias que es lícito imponer a un pecado. Aunque había otros lugares de peregrinación, el de mayor prestigio, tanto por la distancia como por su importancia histórica, era naturalmente la Tierra Santa.
Cuando los árabes tomaron los lugares sagrados del cristianismo, algunos temieron que las peregrinaciones a Tierra Santa se dificultasen sobremanera. Pero los gobernantes árabes en su mayoría se mostraron en extremo benévolos para con los peregrinos cristianos, que continuaron afluyendo hacia Jerusalén y los santos lugares. Puesto que muchas veces los mares no eran seguros, a causa de la piratería, la ruta común de los peregrinos de Occidente les llevaba primero a Constantinopla, y de allí por tierra a través de Anatolia y Siria, hasta Jerusalén.
La reforma del siglo XI les daba gran valor a las peregrinaciones, que en esa época se volvieron más fáciles y comunes porque la piratería había sido casi totalmente erradicada del Mediterráneo.
Pero hacia fines de ese siglo las circunstancias políticas cambiaron en el Cercano Oriente. Hasta entonces, la gran potencia de la región había sido el califato abasí, cuya capital estaba en Bagdad. Aunque sus relaciones con el Imperio Bizantino no eran cordiales, éste último tenía en él un fuerte baluarte contra las hordas de Asia central. Pero en el siglo XI el poderío abasí se deshizo, y los turcos seleúcidas invadieron el califato, y después el Imperio. Constantinopla se vio amenazada, y por ello le pidió ayuda repetidamente al Occidente. Los santos lugares fueron tomados primero por los turcos. Después la dinastía árabe de los fatimitas, cuyo poder tenía su sede en Egipto, comenzó a tomar las tierras conquistadas por los turcos. Estos se dividieron en varios bandos. Para los peregrinos, el resultado de todo esto fue hacer su viaje confuso y peligroso. Los que regresaban a Europa contaban que cada ciudad parecía tener un gobierno distinto, y que por todas partes había fuertes bandas de ladrones contra las cuales era necesario armarse.
Dadas las nuevas circunstancias, y el hecho de que eran muchos los peregrinos que no volvían a sus hogares, comenzó a pensarse de la Tierra Santa como el lugar de la última peregrinación. Muchos documentos de la época nos hablan de peregrinos que esperaban morir en Jerusalén o en el camino. Y algunos llegan a mostrarse decepcionados por haber podido regresar. Para los espíritus más exaltados, la muerte en peregrinación a Tierra Santa vino a ser la suprema elección divina, como la muerte a manos del Imperio lo había sido para los mártires de antaño.

Por otra parte, la situación así creada dio lugar a los peregrinajes armados. Aquellos peregrinos no iban a conquistar la Tierra Santa. Pero si tropezaban con algún bandido, o si alguna banda de soldados pretendía matarlos o hacerlos cautivos, debían estar prontos a defenderse. Así llegó a haber peregrinajes que parecían pequeños ejércitos. Y en ellos se encuentran algunas de las raíces de las cruzadas.

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